Los Arrayanes (Chile) (AFP) – Esperan que las olas bravas se retiren para adentrarse en las gélidas aguas del Pacífico en el sur de Chile. De esta manera, los lafkenches, los mapuches del mar, surcan acantilados para recolectar algas y arrancar mariscos de las rocas como hacían sus ancestros.

Esa comunidad del pueblo nativo de los mapuches, que habita la zona Lafken Mapu, en la región de La Araucanía, a unos 800 km al sur de Santiago, vive de la recolección marina y de la pequeña agricultura.

No son muchas las familias mapuches como la de Lidia Caniulen Lloncon, de 50 años, que continúan esta forma de vida, humilde, basada en la siembra de la tierra y «la recolección de cochayuyo, lualua, luche», dice la matriarca, sobre la variedad de algas que extraen del mar.

También mariscan, recogen lapas y otros moluscos desde las rocas hasta que se les entumecen las manos, sobre todo cuando se trata de erizos o locos, los más preciados de un mar rico en frutos, cuenta Caniulen.

En la comuna de Carahue, la población lafkenche alcanza las 1.120 personas. De las 40 que viven en Los Arrayanes como Lidia, el 90% se dedica a la recolección, según el municipio.

Como todo lafkenche, Caniulen empezó de niña en las faenas de mar. «A los 10 años» y con sus padres mojándose como ella, aprendió sacando caracoles a interpretar cuándo la luna les anunciaba un mar «mancito» para aprovechar la marea baja.

En aguas donde en cinco minutos un turista ya tiene dolor de huesos, los lafkenches, a veces con trajes térmicos, pasan horas peleándole a las olas las tiras gigantes de cochayuyo, un alga parda y gruesa, rica en yodo, propia de los mares subantárticos.

«Cuando me echo al agua así no más, sin traje y a patita pelada (pies desnudos), a veces estoy hasta dos horas sacando cochayuyo», se ufana Caniulen.

Entre cochayuyos y locos –

«El cochayuyo es comestible y es bueno para la salud, porque tiene mucho yodo y eso hace bien para la tiroides». Se vende en Japón y China, donde lo compran para hacer jabón y champú, explica.

Con sus más de 4.500 km de costas, Chile es un importante exportador de productos del mar y vende a Asia unas 6.000 toneladas anuales de algas de uso industrial, empleadas en el sector cosmético, alimentos vegetarianos y de dietas.

Pero para las familias mapuches de la pesca artesanal esta actividad no es «tan rentable».

«Nos ayuda a costear un poco lo que son los insumos. Nosotros no tenemos las lucas (dinero) para poder comprar los fertilizantes y las semillas (para la tierra) y las algas nos ayudan a pagar las cuentas», dice Caniulen, que vende el kilo de algas a unos 1,30 dólares.

Para sacar los erizos y locos tienen que bucear y pasar más de dos horas en la recolecta. «Están en lo hondo y cuesta sacarlos», dice esta recolectora sobre los «locos», un molusco que se encuentra solo en Chile y Perú.

Los lafkenches reciben 12.000 pesos (16 dólares) por una docena de erizos, y 15.000 por la docena (20 dólares) de locos, cuya extracción está prohibida ahora.

Del hombro al elevador –

Acompañada de su esposo, dos hijos y dos de sus nietos, de 10 y 4 años, Lidia Caniulen camina unos 40 minutos desde su casa en Los Arrayanes hasta la playa El Salto, una caleta no apta para el baño, donde Javier Epullan, su hijo de 26 años, saca algunas algas antes del eclipse del lunes.

«Desde que tengo uso de razón mis papás han trabajado en la recolección de algas», recuerda Epullan.

De los cinco hijos de Caniulen, sólo él y un hermano siguen la tradición; los otros han preferido oficios modernos.

«Esto es muy sacrificado, así que hay muchos jóvenes que se van y ya no hacen tanto esto», dice la matriarca, comprensiva con aquellos que esquivan esta tarea de mar gélido y traicionero.

Hay que tener buenos brazos, manos gruesas y piernas con aplomo para arrancarle a las olas las enormes hojas de cochayuyo, arrastrarlas a la orilla, ponerlas al sol a secar, armar los fardos y luego subirlos por el sendero del acantilado.

Hasta 2015 subían al hombro esa carga, pero el Ministerio de Pesca y Agricultura les «entregó un elevador de algas y ahora el camino se hace más liviano», cuenta sobre una tirolesa donde hoy encaraman las algas para transportarlas desde la orilla hasta lo alto del acantilado.

Allí arriba preparan los paquetes para su venta a revendedores de la zona.

En la temporada, de noviembre a abril, entregan aproximadamente entre 2.000 y 3.000 kilos de algas.