Tumaco (Colombia) (AFP) – Las lanchas llevan la evidencia encima. Tanques y más tanques de gasolina son conducidos hacia lo profundo de la selva del Pacífico colombiano. El narcotráfico no cede a la ofensiva militar, y ahora los mexicanos supervisan en persona los envíos desde Colombia hacia Estados Unidos.

Solo unos cuantos se atreven a hablar bajo reserva de los mexicanos. El silencio sigue imperando en los caseríos de madera que se levantan a orillas de los ríos Mira y Mataje, en el departamento de Nariño.

Ellos «se mueven con una facilidad envidiable y la gente nuestra los ve en (los pueblos de) Guapi, en Timbiquí, en el municipio de López de Micay (…) Van, vienen, uno u otro», cuenta a la AFP un líder comunitario de la región.

Con el desarme de la guerrilla de las FARC, que por décadas controló estos territorios de negros e indígenas, los mexicanos que antes solo debían esperar a que les llegara la droga colombiana, para su venta en Estados Unidos, decidieron reorganizarse.

Los carteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación recurrieron a sus propios emisarios ante la disputa que se abrió por el control de las rutas en Colombia.

«Vienen y supervisan el clorhidrato de cocaína, su pureza», explica el general Jorge Isaac Hoyos, comandante de la Fuerza de Tarea Conjunta Hércules de Ejército en el convulso puerto de Tumaco, el territorio de Nariño con más sembradíos de hoja de coca del mundo.

Sin embargo, «los colombianos son los que tienen la estructura del narcotráfico», puntualiza el alto oficial, que lidera una gran ofensiva antidrogas. En la base naval de Tumaco, reposan los narcosumergibles decomisados en medio de esta campaña que moviliza a miles de soldados.

Fue la reacción ante el récord de 171.000 hectáreas de sembradíos ilícitos que alcanzó Colombia en 2017, cuando también se elevó el potencial de producción de cocaína a 1.379 toneladas, según la ONU.

– Ceder el negocio –

El despliegue militar es visible en el casco urbano de Tumaco, pero selva adentro, donde abundan los cultivos de coca, apenas si se siente la presencia del Estado.

En los ríos que bañan Tumaco se cruzan las lanchas que llevan la gasolina que sirve de precursor de la cocaína. A los laboratorios se llega por estrechos caminos de tabla.

A lo largo de los 1.300 kilómetros de la costa sobre el Pacífico, operan rebeldes del ELN, disidentes de FARC y bandas de origen paramilitar. Estas organizaciones se disputan a sangre y fuego el control territorial de esta región, que concentra el 39% de los narcocultivos del país.

La llegada de los emisarios de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación responde a la necesidad de «asegurar el flujo de cocaína» tras la muerte o captura de antiguos aliados, según el experto en estudios sobre crimen organizado en América, Jeremy McDermott.

«Hoy en día, sus socios están muertos, encarcelados o invisibles, y ellos han tenido que mandar compradores emisarios a Colombia», agrega el codirector de la organización InSight Crime.

Además, los narcos colombianos no les quieren vender porque prefieren hacer envíos a mercados más rentables, como Europa, Oceanía o Asia. En España les pagan el kilo a 35.000 dólares, en China a 50.000, en Rusia a 60.000 y en Australia a 100.000, mientras que en Estados Unidos les dan 25.000, añade.

«Los colombianos le han entregado el mercado americano a los mexicanos, porque no vale la pena (arriesgarse) por 25.000 dólares, con alto riesgo de interdicción, extradición y expropiación de bienes», señala.

– Enemigo en casa –

Según la DEA, el año pasado por el Pacífico ingresó el 84% de la cocaína a Estados Unidos, el mayor consumidor global de esta droga.

En Colombia, sostiene McDermott, los enviados de los carteles incluso viajan en las lanchas rápidas o los sumergibles en que transportan la droga a Centroamérica o Estados Unidos.

Con los mexicanos la violencia y el miedo empeoran. El Estado colombiano no copó los espacios dejados por las FARC ni hubo una respuesta institucional rápida en las zonas donde tenían presencia los rebeldes antes del acuerdo de paz de 2016, coinciden expertos.

Hasta noviembre se registraron 7.800 desplazados en el Pacífico, mientras que en todo 2017 hubo 3.900, según el defensor del Pueblo (ombudsman), Carlos Negret.

«Este año se ha recrudecido la violencia», reafirma a la AFP.

El 40% de los 343 activistas y defensores de derechos humanos asesinados en Colombia desde enero de 2016 han muerto en estas tierras, según cifras de la Defensoría.

«El poder de la plata que manejan los carteles mexicanos coopta a los actores armados, pero también coopta líderes sociales», explica el líder comunitario de Guapi.

Y un líder sobornado – enfatiza – «es mucho más peligroso que los mismos actores armados, porque conoce la dinámica de la organización… eso hace que el riesgo sea mayor con una crueldad inmedible (inconmensurable)».