La lenta tortura de las familias de desaparecidos en Colombia
Judith Casallas (58), madre de Mary Johana Lopez Casallas, quien embarazada de tres meses desapareció con su esposo José Didier el 7 de octubre de 2007 camino al pueblo de Pance, al sur de Cali, posa para una foto en Cali, Colombia el 29 de mayo de 2018. © AFP Luis ROBAYO

Bogotá (AFP) – La guerra en Colombia ha dejado más desaparecidos que las dictaduras del Cono Sur. En la incesante búsqueda de los «vivos muertos», cientos de miles de personas terminaron presas de una angustia interminable.

«La desaparición de alguien es una tortura día y noche», resume entre lágrimas Judith Casallas.

Hace 11 años su hija, embarazada de tres meses, se fue con el marido a pasar el fin de semana en Pance, un pueblo turístico próximo a Cali, pero nunca volvieron.

Las huellas de Mary Johana Casallas, 21 años, y de José Duque, 25, se perdieron en medio de un conflicto armado de medio siglo. Al igual que las de cerca de 83.000 colombianos, según cifras oficiales.

Tal es la magnitud de una de las herencias de la guerra que deberá enfrentar el presidente que sea elegido el 17 de junio. Aunque el tema no aparece entre las principales preocupaciones de la contienda.

El número de desaparecidos a manos de guerrilleros, paramilitares y fuerzas del Estado casi triplica el de dictaduras como la de Argentina, Brasil y Chile en el siglo XX (unas 32.300 según datos oficiales en esos países).

Mary Johana ilustra bien el caso de «una persona que sale de su casa y no se vuelve a saber de ella», afirma la antropóloga Myriam Jimeno. «Lo más grave es el duelo inconcluso, un dolor que no cierra», señala a la AFP esta profesora de la estatal Universidad Nacional en Bogotá.

¿Cómo desaparecieron la hija y el yerno de Judith? Misterio. «Eso fue el 7 de octubre de 2007. Y desde entonces, no tenemos ninguna noticia», deplora esta madre con el corazón literalmente roto.

A los 58 años ya pasó por dos intervenciones de corazón, toma «muchos medicamentos», y tuvo que renunciar a su trabajo de costurera.

En Colombia la desaparición forzada solo se tipificó como delito hace 18 años.

– «Todo el espacio» –

Al dolor y el insomnio se suman el estrés de ir a la morgue a identificar un cadáver que no es, el chantaje de quienes quieren sacar provecho del dolor y las amenazas por hacer demasiadas preguntas.

«Los Días de la Madre me quería morir. Mi hija desaparecida ocupaba todo el espacio», admite Judith.

Luego entró en contacto con los sicólogos de Médicos Sin Fronteras. «Fue como salir de un hueco oscuro, sin olvidar a mi hija, pero dejando tanta angustia». Poco a poco, restableció las conversaciones con sus otras dos hijas y sus nietos.

«El desaparecido rodea la vida emocional de sus familiares», confirma Ivonne Zabala, coordinadora del programa de salud mental de MSF, lanzado en septiembre y enfocado en familiares de desaparecidos.

«Con el proceso de paz hay una atención más grande hacia las víctimas que han tenido familiares desaparecidos», explica Nicholas Gildersleeve, jefe de la misión local de MSF.

«Hay que contar unos tres afectados por cada desaparecido, a veces más, hasta cinco», que «sufren de ansiedad, depresión, estrés postraumático», añade.

– Regreso a la normalidad –

Sicólogos especializados de MSF han sido desplegados en Cali y en Puerto Asís, Putumayo (sur), otra región afectada por la guerra. Actualmente un centenar de personas siguen la terapia que, a través de las palabras, la danza y el arte, busca hacer tolerable la ausencia.

Entre ellas está Margot Pulecio, de 73 años, quien espera a su marido Nelson Escobar desde 1995.

«Él era médico veterinario y estaba en Ginebra (Valle del Cauca) visitando a unos familiares cuando llegó un grupo de hombres y preguntaron por él, para que fuera a ver a unos perros que tenían enfermos en una finca. Se bajaron de los jeeps y lo encañonaron», se lo llevaron para la montaña «y desde ahí no se supo nada».

La guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que entonces ejercía influencia en la zona, firmó la paz en 2016 y ha prometido verdad a las víctimas. Margot espera su turno para conocerla.

Sin los ingresos de su marido, tuvo que irse a vivir con su hermano soltero, un arquitecto jubilado.

«Antes yo vivía más encerrada, como una tortuguita metida en su caparazón. Ahora me siento más normal», explica Margot, quien consulta un sicólogo en Cali cada semana.

«La desaparición forzada es una tortura lenta que tienen que vivir los familiares», precisa Zabala.

Puede desencadenar enfermedades sicosomáticas y crónicas y hasta cáncer. Los que esperan deben enfrentar el estigma de su entorno, que muchas veces desliza la sospecha de que nadie desaparece sin razón.

«Se comparte el día a día de la tristeza», dice Guillermo, 70 años, hermano de Margot, quien también asiste a la terapia desde octubre.

«Toda la familia se ve afectada… porque queda a la espera y 23 años ¡es mucho!».