Quito (AFP) – Durante una década fue el hombre con más poder y quizá el más temido en Ecuador. Irascible, popular y carismático, el exmandatario Rafael Correa descendió de la gloria para quedar a un paso de la cárcel. Y todo en un pestañear.

Sus horas bajas comenzaron apenas dejó la presidencia que había conquistado en 2006, cuando casi que de la nada emergió de la academia al ministerio de Finanzas, y de ahí a encabezar un gobierno de vocación socialista con apenas 43 años.

Correa terminó su mandato en mayo de 2017 con un mediano apoyo en las encuestas. Entonces nadie imaginó que el político que se despedía del país entre vivas, para según él dedicarse a su familia, iba en camino a lo que podría convertirse en un forzado exilio en Bélgica, de donde es su esposa.

Este miércoles un tribunal lo llamó a juicio para que responda por su presunta implicación en el fugaz secuestro de un opositor en 2012 en Colombia, una acusación que el exgobernante atribuye a una persecución política.

«Como no pudieron -ni podrán- demostrarme corrupción, ahora soy ‘secuestrador'», ironizó Correa en medio de la indagación.

La ley impide su juzgamiento en ausencia, por lo que el exmandatario, que vive en Bélgica, deberá estar fuera durante siete años si quiere evitar una eventual condena, tiempo que tardan en prescribir los delitos que le imputó la Fiscalía.

Podría ser el epílogo de un mal año, quizá del peor que haya afrontado el líder izquierdista de origen humilde que durante una década llevó las riendas de un país con fama de ingobernable (con siete presidentes en diez años, tres de ellos derrocados en medio de protestas populares).

– Momentos de desespero –

Antes de partir hacia Europa, Correa había dejado la piel en la campaña que terminó con la elección del oficialista Lenín Moreno, su vicepresidente entre 2007-2013.

El que hasta entonces era su aliado y el elegido para continuar con su proyecto socialista, tenía sus propios planes de gobierno, pero en poco tiempo consumó la ruptura que Correa equipara con una traición.

El exmandatario perdió el control del partido que fundó y después conoció la derrota electoral a manos de Moreno, en un referendo que cerró la puerta para su regreso al poder.

A ese descalabro se fueron sumando los señalamientos de corrupción en su gobierno, que tienen en la cárcel a su exvicepresidente Jorge Glas (2013-2017), y luego las investigaciones que terminaron por enredarlo en los estrados judiciales.

La justicia mantiene una orden de prisión preventiva y una circular roja de Interpol con fines de extradición en su contra.

Uno de sus leales, el exdiputado Virgilio Hernández, dijo a la AFP que Correa enfrenta el momento con «fortaleza y vitalidad» y que a pesar de la distancia está encima de su equipo jurídico «haciendo recomendaciones con vehemencia».

«No se preocupen por mí», señaló Correa poco antes del llamado a juicio.

Y advirtió: «Están quedando en ridículo, y, aunque tarde, la justicia internacional llegará. ¡Hasta la victoria siempre!»

– ¿Nostalgia del poder? –

Al mismo tiempo que organiza su defensa, Correa se mantiene muy activo en Twitter rebatiendo las acusaciones de la Fiscalía e intentando proteger la «década ganada», como llama a su legado.

Quizá las redes sociales sean una modesta trinchera para este economista devenido en político que, en el poder, daba encendidos discursos y cada siete días dirigía un programa de radio y TV de hasta cuatro horas, con intervenciones cargadas de burlas y feroces críticas a sus adversarios.

El católico humanista de izquierda -como suele describirse- no se mordía la lengua a la hora de atacar a la prensa a la que juzgaba corrupta, y a los banqueros y ricos a los que llamaba «pelucones».

Acostumbrado al poder y a hacer justicia con su propia boca en sus sabatinas, para Correa no debe ser fácil estar lejos y sobre todo sin el control de la situación.

«Creo que más allá de una distancia en kilómetros (entre Quito y Bruselas) es la diferencia de estar o no en el poder. Supongo que le debe ser muy difícil desde ese punto de vista», comentó a la AFP la periodista Mónica Almeida, quien junto a su colega Ana Karina López escribió «El séptimo Rafael», una biografía no autorizada del exmandatario.

Un final amargo e insospechado para el líder que sus enemigos tachan de autoritario y que consiguió todo lo que se propuso en el gobierno: desde una nueva Constitución hasta sacar a Estados Unidos de una base que se le había dado para la lucha antidrogas, además de impulsar profundas reformas que recortaron ganancias a las petroleras e impusieron controles a la prensa.