Río de Janeiro (AFP) – El ballet suele estar reservado para el público culto, una élite. Eso puede ser cierto en muchos casos. Pero en Rio de Janeiro, una ciudad que ilustra con claridad la asombrosa división entre ricos y pobres de Brasil, donde las favelas comparten las colinas con los apartamentos de lujo, el lugar que ocupa el ballet es una excepción sorprendente en un país en crisis.

El Teatro Municipal, un majestuoso edificio Art Nouveau que se erige en el centro de Rio construido a principios del siglo pasado, está inspirado en la Ópera Garnier de París. Recibe subsidios públicos y los ciudadanos comunes pueden comprar boletos para el ballet por tan solo 2 dólares.

Los espectáculos se presentan en una lujosa sala con acabados de mármol que se asemeja a las de las mejores casas de ópera del mundo. Al mirar en los alrededores del teatro, sin embargo, los estragos de la crisis económica brasileña son evidentes.

En 2017, muchos de los bailarines de la compañía de Ballet del Teatro Municipal de Rio se vieron obligados a aceptar donaciones de alimentos. Algunos se volvieron choferes de Uber para llegar a fin de mes. La compañía en general se vio duramente golpeada.

El 23 de junio de 2018 realizó su primer espectáculo después de un año. La emoción y la tensión se mezclaban mientras los bailarines se preparaban para actuar en su gran espacio histórico.

Algunos no se habían visto en mucho tiempo. Pero todos eran conscientes de la importancia de esta primera noche. Practicaron y ensayaron con una disposición renovada, repasando cada detalle.

También en los camerinos se sentía la atmósfera cargada de emociones. Estaban de vuelta, y querían que el público lo supiera.

El telón se levantó en la noche del estreno e incluso los bailarines más experimentados respiraron hondo mientras miraban por detrás de las enormes cortinas del escenario.

¿Se habían esforzado lo suficiente? ¿Serían capaces de rendir con el nivel de perfección y precisión esperado? La orquesta arrancó y finalmente, después de un año, llegó el momento.

«Apenas salí al escenario me dieron ganas de llorar. Habíamos estado lejos por mucho tiempo. Demasiado tiempo, debido a lesiones o dificultades financieras. Lloré con el alivio de estar ahí fuera otra vez, bailando con mis colegas», contó Margueritta Tostes, una de las bailarinas.

El último telón bajó dejando una lluvia de aplausos.

Los bailarines ingresaron desde ambos lados al backstage gritando, llorando, abrazándose, celebrando. Parecía más el final de un partido de fútbol brasileño que de una elegante y moderada función de gala. Pero en lugar de camisetas y botines de fútbol, ​​zapatillas de ballet y tutús blancos se abalanzaron de nuevo sobre el escenario, en medio de la algarabía.

Los brasileños son conocidos por demostrar sin disimulo sus emociones. Esa noche, después de un año de espera, se liberaron la frustración y la tensión reprimidas, dando paso a una ola de la más genuina alegría.