Tapachula (México) (AFP) – Tapachula es un hervidero. Por todas partes miles de migrantes deambulan desesperados por escapar de esta ciudad del sur de México, que ven como una cárcel en su dramático camino hacia Estados Unidos.

Son unos 40.000 centroamericanos y haitianos azotados por la pobreza, la violencia y los desastres naturales, según una estimación de Médicos Sin Fronteras. La localidad, de 350.000 habitantes, está colapsada.

En su huida entraron a un callejón sin salida, pues necesitan permisos de estadía para no ser deportados a la vecina Guatemala y poder seguir su travesía. Pero ese aval no llega y para quienes llevan meses allí la esperanza se diluye.

«Es horrible estar aquí, te tienen encerrado y sin salida», comentó a la AFP Fanfant Filmonor, haitiano de 30 años que llegó a Tapachula hace dos semanas. Salió de Brasil -donde vivió tres años- luego de quedar desempleado.

Sin documentos, Filmonor no puede continuar su viaje a Estados Unidos, pero tampoco está dispuesto a dar marcha atrás después de atravesar diez países para llegar a México.

Tiene comprado un boleto de autobús para Monterrey (norte) que no piensa perder, y luego intentará cruzar la frontera.

Claro, si antes no es detenido, pues las redadas se multiplicaron junto con las denuncias de abuso contra policías y militares que vigilan las entradas y salidas de la ciudad.

«No puedo quedarme aquí, no tengo empleo ni documentos, no me aceptan acá. Nadie podrá detenerme, y si me detienen y me regresan aquí, será muerto», advierte.

Entre enero y agosto pasado fueron detenidos 147.033 indocumentados, tres veces más que en igual período de 2020, según cifras oficiales.

Pese a las dificultades, los arribos desde Guatemala no paran, especialmente desde la llegada del demócrata Joe Biden a la presidencia de Estados Unidos con la promesa de desmontar las severas políticas migratorias de Donald Trump. A la par, crece el drama humanitario.

Tapachula «es la cárcel migratoria más grande de América», denunció en esta ciudad Luis García, del Centro de Dignificación Humana, que defiende a los viajeros.

En la miseria –

La plaza central permanece abarrotada de migrantes, al igual que bancos de remesas -donde éstos reclaman giros que les envían familiares desde Estados Unidos-, aceras o cualquier sitio donde puedan resguardarse del calor sofocante. El distanciamiento para evitar contagios de covid-19 no parece una preocupación.

El objetivo «es seguir la ruta porque tengo una hermana en Miami y otra en Holanda, aunque si encuentro trabajo, aquí me quedo», señala a la AFP Domingue Paul, haitiano de 40 años que llegó hace un mes de Chile, donde residió cinco años.

Tras el terremoto de 2010, que mató a unas 200.000 personas, muchos haitianos fueron acogidos en países suramericanos, pero conseguir trabajo y renovar su residencia se tornó difícil para miles que ahora persiguen el sueño americano, según relatan.

La Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (Comar) «me rechazó la cita, esperaba tenerla el 7 de octubre, pero me dicen que no está disponible», se queja Domingue, quien viaja con su pareja y dos hijos pequeños.

Con el dinero que recibe de su hermana paga 5.000 pesos de renta al mes (250 dólares).

La Comar está desbordada de solicitudes. Solo este año ha gestionado unos 77.559 permisos, superando los 70.400 de todo 2019.

Sin papeles los migrantes tampoco pueden trabajar legalmente, viéndose obligados a vivir en las calles de Tapachula o hacinados en cuartuchos de hoteles baratos. En un solo apartamento conviven hasta 15 personas.

El centro de la ciudad se ha convertido de a poco en una colonia haitiana con una calle entera donde se oferta comida y baratijas, se tejen trenzas o se corta pelo.

Hartazgo –

Con bebés en brazos, algunos se amontonan en puertas de edificios y bancas, fundiendo su pobreza con la de los mexicanos de esta parte del país. Chiapas es el estado más empobrecido de México con 1,6 millones de personas en precariedad extrema, según el estatal Coneval.

No pocos han dejado de tratarlos con empatía y ahora los ven con recelo y hartazgo.

Esta migración «nos ha afectado tanto económicamente como en salud, delincuencia, drogadicción, asaltos a mano armada, asesinatos», asegura Carmen Mijangos, dueña de un local de comida.

Por pedido de unos 7.000 migrantes, oenegés tramitan un recurso de amparo para que la justicia les permita movilizarse a Ciudad de México y exigirle al presidente izquierdista Andrés Manuel López Obrador una solución.

Pero el gobierno, que mantiene desplegados 27.000 efectivos en las fronteras sur y norte, insiste en que seguirá conteniendo la migración ilegal e impulsando, junto con Estados Unidos y demás países implicados, una estrategia que ataque las raíces del problema.

El represamiento también se intensifica ante el fracaso de recientes caravanas, disueltas por la fuerza.

Temerosos de la represión o ser detenidos, algunos migrantes no quieren volver a las carreteras.

«No es que no me quiera ir, pero dicen que lo agarran a pedradas a uno», señala la hondureña Norma Villanueva, de 28 años, quien llegó hace dos meses y no le queda más remedio que seguir esperando respuesta con su esposo y cuatro hijos.

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