San Pedro de Atacama (Chile) (AFP) – A casi 3.000 metros de altura en la arena del desierto de Atacama, Héctor Espíndola, de 71 años, acicala su viñedo, que increíblemente sobrevive en el oasis verde de Toconao, nacido al paso de un arroyo del deshielo de Los Andes.

Nada hace indicar que en este entorno casi marciano puedan crecer vides, en lo que son los viñedos más altos de Chile.

Con temperaturas bajo cero en la noche y radiación desorbitada en el día, sobre los áridos suelos cercanos al salar de Atacama, este agricultor es uno de los 18 cooperativistas de la bodega Ayllu, creada en 2017 y compuesta mayormente por integrantes de pueblos originarios atacameños que antes trabajaban individualmente.

La viña Bosque Viejo, de Espíndola, a 2.475 metros sobre el nivel del mar, florece desde 2010 con cepas de vino país (criollo) y moscatel, a la sombra de membrilleros, perales e higueras, gracias al escueto caudal de agua que alimenta este ecosistema.

Es «casi justo» el flujo de agua, destaca Espíndola, por eso riega «cada tres o cuatro días por inundación» durante la noche.

«Veo que estoy produciendo cada año más porque riego así. Pero hay que preocuparse porque acá es cosa seria el calor; el clima, a veces hace viento y se pierde la producción, a veces llegan las heladas temprano. Es medio complicado», cuenta a la AFP.

El más alto de Chile –

A 1.600 km al norte de Santiago y lejos de la principal zona vitícola del centro de Chile -un país que se ubica entre los 10 mayores productores y exportadores del mundo- Cecilia Cruz, de 67 años, muestra orgullosa la viña más alta del país, a 3.600 metros sobre el nivel del mar, en la localidad de Socaire.

En su viña Caracoles produce las variedades syrah y pinot noir bajo la sombra de unas redes verdes que destacan entre los colores ocres y naranjas del desierto de Atacama, el más árido del mundo.

«Me siento de corazón especial, de tener este viñedo acá en esta altura», señala, entre las pocas uvas que aún cuelgan de sus parras tras la vendimia del pasado marzo-abril.

Con tres hijos busca «un futuro para ellos» con este emprendimiento agrícola cuya producción entrega a la cooperativa Ayllu.

Sabor a desierto –

En 2021, Ayllu recibió 16.200 kg de uvas y produjo unas 12.000 botellas. En 2022 fueron 20.320 kg y proyectan una producción de hasta 15.500 botellas.

Ese volumen supone menos del 1% de la producción nacional, pero allí el enólogo Fabián Muñoz, de 24 años, busca combinar las diversas cepas que le llegan para conseguir sabores únicos y «bien honestos».

«No queremos perder esa ciencia, ese sabor a salar, a desierto, a roca volcánica. También los sabores de la uva, los cuales sean distintivos y cuando el consumidor pruebe Ayllu diga: ‘¡Guau! Estoy probando el desierto de Atacama», dice.

Junto a él, la analista químico Carolina Vicencio, de 32 años, estudia las características extraordinarias del vino del desierto en el laboratorio de la cooperativa.

La altura y la menor presión atmosférica, el drástico cambio de temperatura entre el día y la noche provocan que la piel de la uva sea más gruesa, según Vicencio.

«Eso genera que en la piel de la uva se generen más moléculas de taninos, que hacen que se genere un cierto amargor en el vino y le da otras características. También la salinidad más alta de la tierra (…) hace que genere un toque de mineralización en boca», explica la experta.

Ensayo y error –

En la viña Chajnantor de Samuel Varas, de 43 años, a los pies de la cordillera de Los Andes, parras de malbec crecen de la arena desértica.

Tras años probando diferentes cepas, Varas y su pareja, ingeniera agrónoma, se percataron de que, más allá de las características ya complicadas para agricultura, la alta cantidad de boro en el suelo (5,4 ppm) mataba sus cultivos.

«Nos dimos cuenta de dos cosas: que hay una variedad, que es la malbec, que se adaptó, y que las que mejor crecían eran las que estaban debajo de los árboles algarrobos que hay acá», cuenta.

Cambiaron todas las cepas a malbec, sombrearon el cultivo por completo y lo tecnificaron con riego por goteo para aprovechar al máximo el escueto caudal de 20 litros por segundo que consiguen del deshielo andino.

Con los cambios duplicaron la producción anual en los últimos tres años para entregar a la cooperativa Ayllu 500 kg de uva en la pasada vendimia.

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